Lee Miller en el SFMOMA
De modelo a coresponsal de guerra parando en el surrealismo

Foto de portada: David E. Scherman
Uno encuentra esa diagonal que atraviesa la ciudad, Market Street y desde allá desciende hacia abajo, hasta encontrar un edificio que no destaca en si mismo sino más bien, por la gente que toma fotos, que hacen colas y que hojean catálogos. Es la bienvenida al San Francisco MOMA, ese edificio enorme, con una entrada enmarcada por una cafetería al puro estilo cosmopolita y con esa librería donde se encuentran publicaciones internacionales junto con objetos curiosos y piezas dignas de tiendas de museo. Una vez cruzado este dintel se entra a un hall con techo alto y un triángulo de baldosas negras enmarcado en una doble escalera. Se oye un spanglish americanizado y la palabra que más resuena es Frida Kahlo pues el museo le dedica, gracias al cariño que la artista tuvo a la ciudad, una retrospectiva que se completa con sus retratos, lo que da un valor añadido a la exposición. Ante la multitud y el exceso de curiosos una decide descubrir a Lee Miller (1907 – 1977) la que ocupa la segunda planta. La exposición, recién llegada del Tate Modern de Londres, refleja su obra a través de su vida, su espíritu libre y su creatividad. Se inaugura con uno de sus autoretratos más célebres y a partir de aquí, uno entra, de manera íntima, próxima y cercana, a lo que fue su vida, a la evolución de su obra, a la evolución de esa insistencia por romper fronteras, llegar lejos y ese afán por superarse. Miller tuvo una infancia difícil y empezó como modelo en Nueva York, célebre es ese retrato que fuera portada de Vogue USA en el 27.
Poco a poco se sintió atraída por estar detrás, por la cámara, con esa voluntad de expresar, de contar la realidad a través de una mirada, por inventar ese imaginario que, desde temprano, quiere dar a conocer. Sus primeras fotos destilan un dominio de la luz, un blanco y negro cuidado, una escala de grises que parece iluminar sus carruseles, sus detalles urbanos en encuadres fuera de lo usual, sus mercados. Diagonales, reflejos, puntos de fugas, profundidad y confusión frente al no saber que se ve a primera vista. Empezó buscando la geometría, como se ve en la foto de tres ratones de espadas sobre una valla metálica, tratando de conseguir un aire de desorientación, ensueño, infamiliaridad. Aventurera y emprendedora decide viajar vuela a París, donde su insistencia y tenacidad la acaba convirtiendo en asistente de Man Ray, adentrándose así en un círculo cerrado, un círculo selecto donde se gestan obras que pasaran a la historia. De asistente pasa a musa y consigue un dominio de la técnica de la solarización (será lo que trabajé con Man Ray). Será la protagonista de algunas de las fotos más surrealistas del artista y sus retratos de Dalí y Gala y los picnics que estos hacían en Ile Sainte Marguerite, sus encuentros y situaciones casuales e informales serán pura antropología de la época. Son estas fotos las que congregan más asistentes, que miran, observan y apuntan y es que estar frente al mismísimo Dalí o frente a Man Ray no deja indiferente.
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Interesting to know.