Cafe Müller y la Consagración de Pina Bausch

Los años setenta tuvieron que haber sido los más intensos y creativos para Pina Bausch.Lo hemos visto anoche en el Liceu con dos de sus piezas clásicas: Cafe Müller y La Consagración de la primavera.
Queda claro que Bausch, posee la aptitud de transmitir su propia manera de ver el mundo, y sobre todo, de establecer un estilo propio dentro de los parámetros del arte contemporáneo para proyectarlo.
Lánguida, alta y extremadamente delgada, dentro de una delicada y fina túnica blanca como único abrigo, comienza a bailar la música de Purcell que ha escogido para Cafe Müller. Con los ojos cerrados y en medio de un salón vacío de calor humano, pero con sillas esparcidas por toda la escena, su imagen es la viva presencia de un ser humano solo, abandonado y desamparado.
Bausch deja una triste sensación de soledad, contagiando angustia y desgarro. Café Müller es pura tristeza, cuarenta y cinco minutos de pura melancolía.
Los otros personajes son interpretados por artistas de la Tanztheater Wuppertal: Aida Vainieri y Dominique Mercy. Realizan una magnífica puesta en escena en la que recrean una pareja que transmite, en su frenética unión, desesperación, temor, el terrible temor de sentirse solos, abandonados a sí mismos, a su frágil necesidad de caricias y sobre todo de amor. Celebran su vínculo, a través de desesperados movimientos en cadena de repetición constante, conducidos al ritmo de su entrecortada y agitada respiración.
En la historia surge un caballero que los domina a ambos y por momentos los separa, y otro que se dedica a mover las sillas para que Vainieri, en su nostálgico baile similar al de Bausch, no se las lleve por delante, no encuentre obstáculos en su camino. Ambas mujeres interpretan una coreografía parecida, se golpean, como castigándose, varias veces contra una pared lateral y están con los ojos cerrados todo el tiempo. Ambas, transmiten dolor y desprotección.
Entre sus míticos bailarines se distingue, la que para mí es absolutamente única e irreemplazable: Nazareth Panadero. Una excelente actriz y bailarina, es un producto cien por cien Bausch. Su actuación en Nefés del 2006 en Madrid fue magnífica y ella es admirable por donde se la mire.
La escenografía consta de muchas sillas vacías y esparcidas por todo el escenario y una puerta giratoria, en la que el personaje principal, Pina Bausch, en cierto momento queda atrapado, girando sin poder parar, como el dolor y la ausencia de satisfacción que expresa constantemente en su rostro y en sus movimientos.
Panadero hipnotiza en escena. Su cuerpo es el de una mujer madura, en donde se puede apreciar el peso de la danza y de los años. Representa una figura que camina nerviosamente de un lado hacia otro, como perdida. Circula, sobre unos tacones rosas y una peluca pelirroja, con un bonito vestido color celeste y un maquillaje llamativo. Al final, manifiesta el gesto protector y compasivo que se ha de espera de todo ser humano: el despojarse de algo propio para proveer de ayuda al prójimo.
Panadero se despoja de su abrigo y su pelo rojo, y envuelve con ellos, a la depresiva mujer que deambula descalza y desprotegida bajo la música de Henry Purcell.
De esta manera termina Cafe Müller. Pina Bausch sigue su camino, pero ahora su imagen es aun más lacerantemente depresiva, con una peluca ajena y un abrigo prestado. Todos estos componentes forman el clásico Müller creado en 1978.
El trato entre hombres y mujeres, y sus debilidades son un tema recurrente en las obras de la coreógrafa alemana. Las relaciones emocionales se muestran crudamente, sin tabúes, mediante la danza como canal de expresión y canalizador de sensaciones. Cuando miramos Cafe Müller, nuestros juicios y sensaciones, positivas y negativas, acerca de todo lo que esta sucediendo sobre las tablas, nos llegan cargadas de una ingeniosidad inimitable. Queda claro que Bausch posee la aptitud de transmitir su propia manera de ver el mundo, y sobre todo, de establecerla como propia, dentro de los parámetros del arte contemporáneo.
Compensa tremendo encierro de desolación, la fuerza y la pulsión de La Consagración de la Primavera (The Rite of Spring), el segundo clásico del programa, con coreografía de Bausch creada en 1975, con la inigualable música de Ígor Stravinski compuesta en 1913, quien para mí es el genio de la música.
Cubierto de tierra, el escenario del Liceu, es abordado por toda compañía, hombres y mujeres que dan paso a un ritual de iniciación, quizá, el más conocido de la historia de la música y de la danza.
Resumiendo, es tanta la fuerza, la entrega y la energía transmitida de esta Consagración que el impacto es absolutamente emocionante. Trece hombres y trece mujeres inician un sacrificio terriblemente visceral. El mensaje es claro: los hombres son depredadores y mandan; las mujeres son victimas temerosas subordinadas y el silencio y el miedo un vínculo tácito.
Un paño color rojo -el único color en toda la obra – predomina no sólo por su significado tan obvio y cruel, sino, porque es fácil de destacar en un escenario manchado y embarrado por la mezcla de tierra y sudor que hacen de esta, a mi entender, absoluta Consagración.
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