Catalino: comida sincera en Colegiales
Restauran tradicional en Buenos Aires

Raquel me mira a los ojos y me interpela: ¿vos te preguntas de dónde vienen los alimentos que comés a diario? La respuesta era clara: no. Pero dudé antes de ponerla en palabras. Me tomo unos segundos, levanto los hombros, frunzo apenas la boca y niego con la cabeza. Ella sonríe. “Bueno”, me responde con tranquilidad, “espero que tengas muchas preguntas porque acá, en Catalino, tenemos las respuestas”.
Apenas unos minutos antes de ese intercambio, el reloj marca las 18 horas de un jueves muy nublado. Por ahí se anda diciendo que ya está aterrizando la primavera, pero parece que Buenos Aires todavía se resiste a la llegada del calor.
Estamos en el barrio de Colegiales, paradas literalmente en la dirección que nos indicó nuestra próxima entrevistada. Pero nada parece indicar que en ese punto de la ciudad se encuentra un restaurant. La Calle Maure está prácticamente desierta y nos rodean únicamente casas bajas con portones cerrados.
En ese instante, un auto se estaciona y baja una mujer que, apenas pisa el suelo, gira sobre su eje buscando a alguien. Nos mira y mueve sus brazos para que nos acerquemos. Ella es Raquel. Hace casi dos años convirtió, junto a su hermana Mariana, la casa colorida que tenemos enfrente en un restaurant a puertas cerradas. Y no sólo eso.
Nos saluda amablemente y nos invita a pasar. Entrar a Catalino es como entrar a un hogar. Esa sensación nos va a perseguir hasta el último segundo de nuestra estadía. Y la percibimos desde el primer instante, cuando nos envuelve un aire cálido y nos da la bienvenida ese olorcito tan particular que tienen solamente las casas de familia.
Apenas entramos nos chocamos con un patio interno grande que está desbordado de plantas, tanto en el suelo como en sus paredes. En el fondo hay una galería grande que está conectada con la cocina. Un hombre vestido con un delantal negro aplasta con sus dos manos un papel de diario hasta convertirlo en una bola irregular. La apoya en la parrilla – junto con un par más – prende un fósforo y surge la primera llama que en unas horas será el fuego que cocine un cordero.
Marina, la chef principal, está a su lado cortando verduras. Sus pies se rodean de cajas de madera de las que desbordan de distintos tipos de alimentos y colores. Llaman la atención unas naranjas que brillan. “Estas llegaron hoy de Tucumán”, nos cuenta mientras corta una al medio y se escapa una pulpa casi violeta. “Son naranjas sanguíneas, una bomba de sabor”, concluye y sigue con lo suyo.
Raquel nos guía hasta el salón principal de la casona. Tiene techos altos, mesas de madera sin vestir, botellas en las repisas, canastas de mimbre que guardan restos de maní con cáscara y algún que otro paquete de comida. Las paredes están decoradas con cuadros de la familia.
Después de recorrer el lugar, nos acomodamos en el patio. El humo empieza a rodearnos mientras Raquel se sienta, me mira a los ojos y me interpela. Ante mi negativa, se acomoda y empieza a contarnos, como si fuera un cuento, la historia sobre este lugar.
Catalino tiene un fin muy claro y único: educar el paladar de los comensales y alcanzarles productos con sus colores, texturas y sabores originales. Para eso, se ocupan de que todo el proceso de producción, elaboración y cocción de cada uno de sus platos. Trabajan mano a mano con pequeños productores de todo el país sin ningún tipo de intermediarios. Y cocinan únicamente con productos de estación. Esto quiere decir que cada uno de sus menús está pensado en función de los alimentos que les proveen los productores, y no al revés. De ahí surge uno de los secretos de este lugar: su carta cambia cada 15 días.
“Nuestra cocina es social. Respetamos los productos y, por lo tanto, respetamos su sabor. Queremos que nuestro público disfrute de un plato rico y natural. Y que en esa experiencia conozca una nueva forma de alimentarse y, por qué no, que se empiece a preguntar sobre lo que come todos los días”, nos explica Raquel.
El cielo se va oscureciendo para darle la bienvenida a la noche. De a poco se van encendiendo las bombitas de luz del patio y las velas del interior. Lo que supo ser una chispa, ahora es un fuego vivo y voraz. Cada uno de los integrantes del lugar empieza a ocupar su rol en la cocina y el salón.
Catalino se va preparando para sus nuevos invitados. Puede ser una banda fanática de la agroalimentación o un grupo de catadores amateurs que van conquistando nuevos restaurantes porteños. Tal vez se trate de unos cuantos amigos que llegaron al lugar por una recomendación y no tengan mucha idea de dónde están yendo.
A los asistentes anónimos les espera una noche cálida dónde conocerán las historias de platos deliciosos. Probablemente se lleven muchas respuestas y alguna que otra pregunta en sus bolsillos. Lo que es seguro es que se irán con la panza bien llena de sabores pensados con mucho amor.
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