El arte viviente según Martina Elisa
La artista nos invita a conocer su atelier

Es verano en Buenos Aires. Martina tiene 22 años. Está mirando un documental de arte en la televisión y algo le llama la atención. No es la primera vez que se pierde mirando historias de artistas; Martina pinta desde que tiene memoria. Pero esta vez, se encuentra con algo distinto: el arte viviente. Una técnica que nunca había visto y que la hipnotiza. Fiel a su estilo de “mandarse”, de probar cosas nuevas y experimentar, decide ponerla en práctica. Llama a su hermana y la empieza a pintar entera, desde la cabeza hasta los pies, incluyendo la ropa y la piel.
Un año y medio después, Martina le puso su impronta y se convirtió en la referente local de una forma de expresión artística completamente distinta. Nos invitó a conocer su atelier y vivir de cerquita el minuto a minuto de esta experiencia tan única.
Al mediodía llegamos a Pilar, una localidad ubicada a unos cuantos kilómetros de la ciudad de Buenos Aires. Ahí, en medio de un barrio residencial caracterizado por sus calles angostas y los árboles verdes en sus veredas, encontramos nuestro destino.
Nos recibió con una sonrisa y nos invitó a pasar a su mundo. El taller es un espacio blanco con un gran ventanal. Se respira arte en todo su sentido. El olor a pintura fresca nos da la bienvenida y lo acompañan paredes pintadas de colores, cuadros terminados apoyados en las esquinas, dibujos colgando de repisas y una gran mesa que aloja docenas de latas de pintura, pinceles, y lápices. Pareciera que cada elemento representa a un pedacito del universo que la inspira: fotos de artistas y obras, libros, artículos de moda y carteles con frases.
Martina es tranquila y curiosa. Nos cuenta sobre su día a día en ese lugar mientras prepara los últimos detalles para empezar. Detrás de ella, junto a un mural colorido, se prepara Zuzú, la joven modelo que se acomoda el turbante de telas coloridas que, en tan sólo unos minutos, estará teñido de violeta y blanco.
De un momento a otros, Martina da la señal de inicio de lo que será el principio de una larga jornada de trabajo: pone play a un disco de jazz, moja su brocha en la témpera amarilla y comienza a pintar la remera de Zuzú. Lo hace de forma lenta y precisa
Poco a poco, las prendas abandonan los estampados de sus telas para pasar a tener colores plenos, idénticos a los del muro que tiene detrás suyo. Y ella se va convirtiendo en un personaje de un cuadro con rasgos duros marcados por las pinceladas.
Cada tanto, Martina se detiene, se aleja, mueve la cabeza para un costado, cierra un poco los ojos y la observa. Después, vuelve a la mesa y moja nuevamente el pincel. Esta escena se repetirá unas cuantas veces a lo largo del día.
Pasaron cinco horas y poder ver el paso a paso de esta obra es un placer. Si alguien hubiese llegado en ese instante, cerca del final, mientras Zuzú – o lo que queda de ella – se posiciona en el mural y posa, mientras Martina enciende la cámara, jamás podría imaginar que ella es una persona y quien toma la foto es la responsable de semejante obra viviente.
Cuando Martina agarra el pincel, los convierte en una extensión de su brazo, en una varita mágica que convierte a una pared blanca en una de colores plenos y radiantes que contrastan; y a la modelo en un camaleón, uno capaz de camuflarse a la perfección con el muro. Juntos se unen como si fueran dos piezas dependientes, como si fueran uno; como si fueran parte de un cuento mágico. Uno imaginado únicamente por Martina y escrito con su pluma. Como si fuera una puerta imaginaria de acceso a su mente colorida y que nos permite espiar, aunque sea por unos minutos, su mundo interior.
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